Pablo Francescutti / Sinc Desde White Zombie, un filme estadounidense de 1932 con el inolvidable Bela Lugosi en el papel de hechicero vudú, los muertos vivos del folklore haitiano no han dejado de acecharnos desde el celuloide, llegando a cobrar dimensiones de pandemia global.
Pero ¿qué hay detrás de estos seres forzados a regresar de ultratumba mediante ritos mágicos, despojados de su espíritu y esclavizados? ¿Pura fantasía, como ocurre con las leyendas de vampiros, lobizones y momias que inspiraron al cine de terror? ¿O acaso tienen algún asidero material que la ciencia pueda explicar?
Hagamos un poco de historia. La primera fuente occidental que mentó el asunto fue el escritor Moreau de Saint-Méry. En 1797, el viajero francés recogió el término “zombi”, referido a la creencia de los esclavos haitianos en los aparecidos. Su etimología deriva de “nzambi”, palabra en lengua kongo que designa al alma, o, según otros, de “zumbi”, fetiche.
En 1864, el Gobierno de Haití castigó el envenenamiento con sustancias que producen un letargo prolongado
Más tarde, el concepto se desdobló en una acepción tradicional (un espíritu sin cuerpo) y otra nueva (un cuerpo sin alma), relativa al individuo sepultado en estado inconsciente y sacado de su tumba por un brujo que se torna su amo.
Que la última noción arraigó con fuerza en la población lo prueba el hecho de que, en 1864, el Gobierno de Haití juzgó necesario introducir el artículo 246 en el código penal, castigando el envenenamiento con sustancias que, sin causar la muerte, pueden producir un letargo prolongado.
El zombi saltó a la fama internacional en 1929, gracias a The Magic Island, el libro de viajes del escritor americano William Seabrook. Ya desde el título la obra envolvía al país en brumas esotéricas, para luego confundir el vudú con un tipo de magia negra, soslayando que es una auténtica religión emparentada con la santería cubana.
Sus alusiones a las plantaciones cultivadas por cadáveres vivientes, sacrificios, danzas nocturnas e incansables tambores rituales sedujeron a los estadounidenses. En este repentino interés por la cultura de la nación caribeña sin duda influyó su ocupación por los marines, que entre 1915 y 1934 le impusieron un régimen neocolonial.
A la caza de casos reales
La fascinación por los zombis hizo que comenzaran a documentarse casos. Ya se sabe que quien busca, encuentra: entre los más sonados destaca el de Felicia Felix-Mentor, fallecida en 1907 y ‘reaparecida’ en 1936; y el de Clairvius Narcisse, que fue encontrado en 1980 vagando cerca de su pueblo natal después que dos médicos certificaran su muerte en 1962.
De la primera no quedó claro que se tratase de la misma persona, de la identidad del segundo no hubo dudas. Es más, Narcisse contó que un hechicero lo había envenenado, sepultado, desenterrado, drogado para tenerlo bajo su control y obligado a trabajar en una plantación, de la que finalmente escapó.
El intento más célebre por averiguar el trasfondo científico de esas historias lo protagonizó el antropólogo canadiense Wade Davis. A principios de la década de los 80, el Indiana Jones de la etnobotánica se adentró en las herméticas sociedades secretas de Haití y regresó con una explicación: en un territorio en donde el poder estatal se ha ejercido únicamente en las ciudades, el campo ha estado regido por instituciones de impronta africana, en las que el brujo, el juez, el médico y el verdugo se confunden en una misma persona.
En ese entorno, quien atenta contra la comunidad cometiendo, por ejemplo, violencia doméstica o robo a los familiares, se arriesga a la ‘zombificación’. De acuerdo con su interpretación, un zombi sería algo así como un condenado a trabajos forzados. Davis aseguró haber identificado el ingrediente de la pócima empleada para inducir un estado comatoso en los sentenciados: la tetrodotoxina extraída del pez globo.
La ‘zombificación’ no pasa el test químico
Tal afirmación resultó ser el Talón de Aquiles de su análisis. Los test hechos por otros expertos apenas detectaron tetrodotoxina en la pócima aportada por Davis. Otros negaron a esa sustancia tóxica el poder de crear individuos manipulables. “Cuesta imaginar que un hatajo de tipos paralizados y con náuseas sean trabajadores rurales muy eficaces”, ironizó el neurólogo Terence Hines.
El antropólogo Wade Davis defendió que los zombis eran delincuentes drogados y condenados a trabajos forzados
Cundió la sospecha de que, como a veces sucede en la pesquisa etnográfica, los informantes brujos engañasen a Davis. Pese a que las críticas socavaron el sustento farmacológico de su teoría de la ‘zombificación’, el etnobotánico la continúa defendiendo a capa y espada.
El debate tomó otro cariz en 1997, cuando la revista The Lancet publicó una investigación llevada a cabo por el antropólogo británico Roland Littlewood y el médico Chavannes Douyon. Tras estudiar con escáneres y otras pruebas a tres presuntos zombis, les diagnosticaron diversos trastornos mentales –uno de ellos padecía esquizofrenia catatónica–. Concluyeron que el misterio se explicaría por una mistificación colectiva de las enfermedades psiquiátricas; un fenómeno equivalente a la confusión entre psicosis y posesión demoníaca en la Europa del siglo XVI.
En definitiva, ¿hubo alguna vez zombis? La respuesta sigue en el aire. Llama la atención que existan tan pocos casos documentados; tampoco se identificó ninguna plantación con jornaleros venidos de ultratumba. Más verosímil parece pensar en creencias fomentadas por las sociedades secretas con el fin de dominar por el terror el Haití profundo; una mitología que, explican algunos expertos, reelabora de modo distorsionado la tragedia de los africanos arrancados de su medio por los traficantes de esclavos, privados de su identidad y vendidos a los latifundistas blancos.
Hoy, el zombi de entretenimiento se ha alejado de sus raíces caribeñas pasando a encarnar los miedos de occidente
Así las cosas, la realidad del zombi parece limitarse a la cultura de masas, en donde ha experimentado grandes transformaciones. A diferencia del referente original –un pseudocadáver–, el del cine es un muerto auténtico; aquel es un pelele inofensivo mientras su correlato fílmico persigue a los vivos para devorarlos; y el haitiano es negro mientras el personaje de ficción es blanco.
El cine, loco por los muertos vivientes
Su fulgurante estrellato cinematográfico se vio favorecido por las circunstancias: a mediados de los años 30, la Universal Pictures necesitaba más seres sobrenaturales para seguir explotando el éxito de Frankenstein, Drácula y la momia, la ‘maligna trinidad’ de los no muertos.
Hoy, el zombi del entretenimiento, el único miembro del panteón monstruoso que no procede del Viejo Mundo, se ha alejado de sus raíces caribeñas pasando a encarnar temores a la deshumanización, la radiactividad, el consumismo, el militarismo, la muerte, las enfermedades neurológicas, etc. Se ha convertido en una figura de ‘la Otredad’, junto con el extraterrestre, un receptáculo de las ansiedades modernas. A ello ayuda su ambiguo estatuto existencial de ‘persona del umbral’, la categoría de Victor Turner aplicada a quienes se mueven entre los límites; en su caso, a caballo de la vida y la muerte.
¿Y qué dicen en Haití de su principal exportación cultural? A la patria del invento no dejan de llegar periodistas a producir el enésimo reportaje sobre el tema, alimentando la demanda de historias sobre muertos ambulantes y con ello un aumento de las denuncias de fraude.
Más novedoso resulta que los nativos se tomen a risa al estereotipo nacional, como se ve en Los amores de un zombi, la película sobre un resucitado al que los políticos elevan a la presidencia con el plan de manejarlo a su antojo. En una república que viene padeciendo gobiernos digitados por los poderes fácticos, la sátira pone de manifiesto la ductilidad del antiguo imaginario para reciclarse y expresar las preocupaciones del momento, al igual que los zombis de fuera de sus fronteras.