Música para alienígenas, ahora también para terrícolas

Si elegir los diez discos de música que llevarse a una isla desierta se antoja peliagudo, no digamos lo que implica seleccionar una muestra de nuestro planeta sonoro para oídos alienígenas. Tal fue el desafío que Carl Sagan y su equipo se fijaron a mediados de los 70. La NASA había aceptado su propuesta de colocar dicha selección a bordo de las sondas espaciales Voyager, cuyo despegue estaba previsto para septiembre de 1977.

Como no disponía de traductor universal, Sagan partió “del único lenguaje que compartimos con los destinatarios, la ciencia”, y compuso un mensaje con dibujos de un hombre y una mujer desnudos, esquemas del sistema solar y de la trayectoria de la Pioneer; y un mapa de 14 púlsares con la posición de la Tierra en la Vía Láctea, acompañado de un diagrama de la molécula de hidrógeno con la clave del código binario necesario para descifrarlo.

Sagan partió “del único lenguaje que compartimos con los destinatarios, la ciencia”

La misiva dio mucho que hablar. Hubo quien acusó a los autores de mojigatos por suprimir los genitales externos de la mujer; otros les tacharon de etnocéntricos por dibujar individuos caucásicos; y alguno se alarmó de que revelaran nuestras coordenadas a alienígenas hostiles, un temor compartido por Stephen Hawking. También se cuestionó que sus destinatarios posean órganos visuales en la misma frecuencia de onda que los nuestros.

Sagan reconoció que el valor del mensaje no pasaba tanto por lo que pudieran entender sus receptores, sino porque “nos estimula a considerarnos a nosotros mismos desde una perspectiva cósmica”, escribió.

En cualquier caso, corrieron ríos de tinta gracias al escándalo causado por los periódicos que censuraron los pezones de la mujer y los genitales del varón. A la vista de la repercusión, la agencia espacial se mostró encantada de repetir la jugada con las Voyager.

Un long-play lanzado al océano cósmico

¿Qué poner en la nueva botella que se arrojaría al océano cósmico? Dado que el mensaje anterior había sido visual, esta vez podría incorporar componentes sonoros.

Dicho y hecho. Sagan reclutó a varios compatriotas: el astrónomo Frank Drake, los periodistas científicos Ann Druyan y Timothy Ferris, el musicólogo Alan Lomax, el ilustrador Jon Lomberg y la artista Linda Salzman, casada con Sagan. Quisieron incluir a John Lennon, pero él se limitó a recomendar a su ingeniero de sonido, Jimmy Lovine.

De soporte escogieron un par de discos fonográficos de cobre en los que grabarían en formato analógico sonidos naturales, piezas musicales y saludos en 55 idiomas. Y de remate, sendos votos de paz y amistad del presidente de EE UU James Carter y el secretario general de las Naciones Unidas, Kurt Waldheim, en sintonía con el espíritu de la Federación Unida de Planetas de Star Trek.

Las 115 imágenes elegidas comprenden fotografías y esquemas científicos, de naturaleza y de la especie humana. Esta vez la NASA sustituyó el desnudo frontal de la pareja por siluetas.

En los ‘40 Principales para alienígenas’ figuran Chuck Berry, flautistas de la Melanesia, Mozart, un raga de la India, Louis Armstrong…

En cuanto a los sonidos, se compendiaron erupciones volcánicas, oleajes, cantos de pájaros y ballenas; ruidos artificiales como la sirena de un barco o el despegue de un cohete; y sonidos humanos como risas, llantos y latidos.

Y, por supuesto, música. “Sagan pensó que su codificación encierra una gran belleza que la sitúa entre las mejores creaciones humanas”, explica a Sinc Miguel Hess, investigador del Centro de Astrobiología.

Carl Sagan.

En estos ‘40 Principales para alienígenas’ figuran Johnny B. Goode de Chuck Berry, flautistas de la Melanesia, el aria de la Reina de la Noche de Mozart, un canto iniciático pigmeo, un concierto de Bach, un raga de la India, un blues de Louis Armstrong, un son jarocho mejicano… Here comes the Sun de los Beatles no entró porque la discográfica se opuso; ni ninguna tonada ibérica.

En la superficie de los discos se repitieron el diagrama de la molécula de hidrógeno y el mapa de púlsares de la Pioneer. Bañados en oro y enfundados en aluminio, los soportes construidos para durar mil millones de años fueron introducidos en las sondas y expedidos al infinito.

No hubo escándalos. La música amansa a las fieras.

La pluralidad de mundos habitados
Proceso de fabricación de los discos en 1977. / NASA

En los años 70, parecía normal dar por sentado que en los astros abundan civilizaciones avanzadas capaces de entender nuestros saludos. A esa certeza se había llegado como resultado de especulaciones nacidas en la Antigüedad y afianzadas en la Edad Moderna al calor del progreso de la astronomía.

Durante un par de siglos, las expectativas se cifraban en la Luna, pero, a medida que los telescopios confirmaban que nuestro satélite es un erial deshabitado, se desplazaron a Marte y Venus; y a finales de los años 60, cuando las sondas Mariner desmontaron el espejismo de los canales marcianos, se proyectaron fuera del sistema solar.

En ese punto crítico saltó al ruedo Drake, el compinche de Sagan. Su cálculo del número de civilizaciones en la Vía Láctea capaces de realizar emisiones de radio detectables dio pie al optimismo. Su ecuación recibió críticas, pero aportó el empaque científico necesario para justificar proyectos de investigación y los saludos de la NASA a ET.

A esas lucubraciones se opuso la hipótesis de la Tierra Rara del geólogo Peter Ward. Sostiene que la vida es el producto final de procesos complejísimos y aleatorios, por lo que las posibilidades de que haya surgido también fuera de nuestro planeta son ínfimas. En pocas palabras: estamos más solos que la una.

Pese a todo, Hess mantiene esperanzas: “La posibilidad de que el Disco Dorado se tope con seres inteligentes es remota, pero no nula. El pequeño resquicio justifica el intento”.

¡Hola, hola!, ¿me escucho?

Con el Disco Dorado sus creadores suponían que quienes lo intercepten dispondrán de reproductores adecuados y de una capacidad auditiva similar a la nuestra para la música. Por si acaso, Sagan y compañía incluyeron tres composiciones de Bach y dos de Beethoven, apostando por que sus estructuras simétricas resulten comprensibles a seres entendidos en el ‘lenguaje universal’ de las matemáticas.

Los creadores del Disco Dorado suponían que quienes lo intercepten tendrán reproductores adecuados y una capacidad auditiva similar a la nuestra

A ello se sumaba una vehemente creencia en el poder de la música, en la que veían un instrumento de paz y fraternidad. Un eco de esas conjeturas resuena en la frase de cinco notas que facilita la interacción con el plato volador en Encuentros en la Tercera Fase: Spielberg, como Sagan, confiaba en que sus tripulantes compartieran la pasión sonora de los humanos, aunque, como apunta Hess, “no es nada seguro que los extraterrestres obtengan de ella el mismo placer que nosotros”.

Un regalo a nosotros mismos
Póster de la NASA para celebrar los 40 años del viaje intelestelar de las sondas Voyager. / NASA

El interés por dialogar con los extraterrestres no decae pese a la falta de respuesta. Para Jorge Lozano, catedrático de Teoría de la Información de la Universidad Complutense de Madrid, esto prueba el calado de cierta visión utópica de la comunicación: “En la era de las redes, el bienestar social y la felicidad personal no se conciben desligados de la circulación ilimitada de la información”.

Según el semiólogo, “el esfuerzo por mantener los canales abiertos se nos impone y nos dicta el impulso por hacer contacto y comunicar a toda costa. Importa menos lo que se transmite que el hecho de la conexión”.

Que no haya forma de prever cómo recibirán los extraterrestres el mensaje de música de las Voyager no nos impide interpretarlo y ver reflejada en el Disco Dorado la fe en la comunicación sin fronteras de la aldea global.

El año pasado, la track list de las cintas magnetofónicas originales del Disco Dorado fue editada en EE UU en un lote de tres LP de vinilo gracias al millón de dólares reunido por crowdfunding. Su buena acogida ha decidido a Ozma Records a lanzar para esta navidad una segunda edición más lujosa. El cofre, que incluye un libro ilustrado, se vende a un precio al alcance de bolsillos terrícolas: 98 dólares (unos 83 euros).

Uno de los responsables de la reedición del Disco Dorado, David Pescovitz, admite que es un “regalo de la humanidad a sí misma”. Pese a la ficción del interlocutor alienígena, se abre paso la intuición de que, al final de cuentas, todo se reduce a decirnos a nosotros mismos: “¿Estáis allí? Sigamos comunicándonos”.

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